MIGRACIÓN: Una mirada auto-etnográfica de la migración

Vías férreas en Veracruz, sobre las cuales un tren llamado La Bestia transportaba a decenas de miles de migrantes centroamericanos cada año. (Foto por Levi Vonk.)

Introduction: An Ethnographer's Perspective
By Rosemary Joyce

In the following article, Irma A. Velásquez Nimatuj provides a reflection on the racialized aspects of migration from Central America too often missing in contemporary writing. From her unique perspective as a social anthropologist born in a Maya K’iche’ community, she draws on her own experiences and those of her family to make four intertwined points.

First, migration (or mobility) was a normal part of Indigenous life before colonial powers began to control people’s movement, and it continued through succeeding centuries, despite a variety of barriers from nation-states. She characterizes as the positive side of migration the opportunities it afforded and continues to afford for commercial exchange, religious participation, and cultural and intellectual exchange.

Second, among Indigenous peoples living under racialized regimes, she traces the ways that opportunities for mobility became split by gender, with women staying in home communities where they were safer from the double vulnerabilities of racial and gender violence. Following the existing patterns of mobility within Central America pursued by men in support of the economic survival of their home communities, migration to the United States was primarily led by men who then sought to bring the family members they had left behind to join them in the United States.

Third, many of the actors and steps in this process may seem to be the same today but have become more dangerous and riskier in recent decades. Velásquez Nimatuj identifies a major watershed in 2006 when the violent conflict between the two then-dominant drug cartels (Sinaloa and Zetas) escalated. Migrants passing through Mexico faced new danger from or obligations to these cartels, resulting in the deaths and disappearances of thousands en route to the United States.

Yet, she notes that migration continued to grow, despite higher costs and greater risks, as the political regimes in the region increased in impunity and corruption. Due to racialized structures of inequality, the governments of El Salvador, Guatemala, and Honduras have taken no effective steps to increase economic opportunity for the Indigenous population or the lower-income rural population in general. Instead, they profit from the funding sent back from family members in the United States, now a critical part of economies in the region

Finally, she considers the role of gangs — North American in origin — in the increasing violence in Central America, which has motivated large numbers of children to save their lives by attempting the long journey to the United States alone or with family members. Velásquez Nimatuj argues that the regional governments do not care to retain these youths, many of whom are the grandchildren of marginalized Indigenous people who were displaced during violence in the 1980s

In her conclusion, she calls for moving from a policy of closing and militarizing the U.S. border, which in recent years has resulted in the violations of children’s human rights, towards support for a system of migration that permits thousands of men and women to travel between the United States and their countries of origin. Urging a decolonial rethinking of migration, Velásquez Nimatuj identifies the beneficiaries of the present situation: those who seek cheap labor without social responsibility and nation-states concerned more with asserting territorial integrity than supporting their people. She notes that for Indigenous migrants, the desire is always to return to the land where they were born, but in the historical precedents they follow, movement has always been part of Indigenous practice and will continue to be.


MIGRACIÓN: Una mirada auto-etnográfica de la migración
Por Irma A. Velásquez Nimatuj


Aquí me propongo abordar el tema de la migración y de su racialización, y debo reconocer que reflexionar sobre migración y raza resultó una tarea difícil dado que este no es un tema del que pueda separarme. Soy antropóloga social, también periodista, pero sobre todo soy una mujer maya-k’iche’ de Guatemala, un país que ha estado en los últimos años presente en las noticias del mundo, por las caravanas de miles de personas migrantes y por las políticas inhumanas de separación de familias impulsadas desde los espacios de poder, que han provocado la muerte de varios niños guatemaltecos, todos ellos y ellas provenientes de diversas comunidades mayas.

Es decir, lo que desde los Estados Unidos se ha definido en términos de “crisis migratoria” para nosotros, como pueblos indígenas no es sino la continuación de un proceso de genocidio que se constata al observar la destrucción de las generaciones que debieran sustituirnos. Por eso, desde mis múltiples identidades, pero sobre todo basada en mi experiencia como indígena k’iche’, no puedo hablar de migración sólo como una categoría analítica o como un proceso reciente y exclusivamente negativo. Para nosotros, como pueblos indígenas del norte, del centro, o del sur, migrar no era una necesidad de sobrevivencia como lo es ahora — por la presión del sistema económico mundial — sino que era parte de un rico proceso de comercio, de intercambio cultural e intelectual, existente desde la época prehispánica que se modificó radicalmente con el comienzo del colonialismo hace 500 años, con la llegada de Hernán Cortés, a lo que hoy es el puerto de Veracruz, en México. A pesar de ese impacto destructivo y brutal en muchos centros indígenas, esos circuitos de intercambio lograron sobrevivir y hasta el día de hoy siguen siendo vibrantes. Es así como mi análisis de migración y raza van atados a mi análisis personal.

Siendo una niña de siete años e incorporada al negocio de mi familia, observé que las migraciones eran normales en mi mundo k’iche’ y eran motivadas por el comercio, la espiritualidad, la religión, el trabajo, entre otras razones. Comercio existente desde épocas ancestrales, cuando las fronteras políticas de hoy eran risibles y los pueblos y civilizaciones veían el ir y venir de personas o el intercambio de conocimiento, artes, poder, acervos, o productos como algo fundamental para el fortalecimiento y la reproducción como pueblos. De hecho, mis bisabuelos y tíos abuelos invertían seis meses del año en esos circuitos comerciales que fueron los que les permitieron escapar del trabajo forzado de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. En ese momento, ser comerciante era de las pocas válvulas de escape que los hombres indígenas encontraron para no tener que incorporarse al trabajo forzado que el Estado criollo, blanco, racista, y conservador les exigía y el cual la mayoría de las familias fueron obligadas a prestar.

Una mujer espera el transporte público en Quetzaltenango, Guatemala. (Foto cortesía de la Oficina Regional de Centroamérica de los CDC, Guatemala.)

A partir de ese legado de explotación que siempre ha estado presente en la memoria social indígena, se me enseñó lentamente que como familias y pueblos indígenas debíamos de luchar por escapar del trabajo mal pagado, explotador y de servidumbre. De hecho, las mujeres mayores de mi familia insistían que como jóvenes debíamos trabajar desde temprana edad para poder ir construyendo nuestras propias independencias económicas que nos llevarían a alcanzar la libertad de acción. Uno de los mensajes fundamentales era que una sólida base económica, aunque pequeña, evitaría que traicionáramos a nuestra familia, que vendiéramos los principios, o que subastáramos las luchas colectivas. Más adelante, entendí que esas diversas independencias eran además importantes para defender el espacio territorial en donde vivíamos y para no tener que dejar el hogar y la tierra en donde había quedado enterrado nuestro ombligo.

Comprendí entonces, que migrar por razones comerciales era un medio para mejorar, para prepararnos y retornar a nuestros lugares de origen, como lo hacían decenas de hombres k’iche’ que comerciaban los productos que producía nuestra región en el sur de México, Honduras, y El Salvador. Nuestros ancestros volvían con otros productos y además con nuevas ideas que buscaban poner en practica con los miembros de sus familias. Esto los llevó a instalar pequeñas y medianas fábricas a mediados del siglo XX, en la capital de Guatemala y en algunas ciudades del interior. Entonces, eran los hombres quienes migraban, a ellos se les despedía cada vez que partían y su retorno era recibido con fiesta y comida tradicional, mientras las mujeres no migraban. Se asumía que para ellas las posibilidades de desenvolverse dentro de sus comunidades eran muchas, podían convertirse en bordadoras, tejedoras, dueñas de negocios, prestadoras de servicios, entre otras opciones.

Fuera de ese mundo cultural y comunitario era difícil pensar que las mujeres podrían lograr lo mismo, porque el racismo era tenaz y brutal, especialmente contra ellas. Las comunidades, entonces, se convertían en el escudo cultural que las protegía del racismo del mundo exterior, ese que las aplastaba material y emocionalmente; por eso, se les motivaba a quedarse dentro, porque allí estaban “seguras”. Aunque el “quedarse dentro”, como mujeres, implicaba enfrentar relaciones de poder desiguales, en donde los hombres poseían el control y el sistema patriarcal reinaba. Obviamente, las mujeres que me antecedieron siempre buscaron formas de violentar esos círculos de poder y de cierta manera lograron abrir ventanas, aunque con severas dificultades. A muchas de esas mujeres, yo las conocí y fueron inspiradores modelos que siempre me han acompañado.

Los vendedores venden productos en un concurrido mercado al aire libre en Quetzaltenango, Guatemala. (Foto cortesía de la Oficina Regional de Centroamérica de los CDC, Guatemala.)

Ese mundo maya-k’iche’ en donde crecí me fue enseñando que los otros mundos indígenas también migraban, pero de diferente forma. Se trataba no de cientos sino de miles de familias que bajaban durante varias semanas cada año y que provenían de los mundos rurales de comunidades pobres, que siempre pasaban por Quetzaltenango — mi lugar de origen — a comprar productos que necesitaban para ir a trabajar a las fincas de café, algodón, banano y algunas de caña de azúcar, ubicadas en la costa sur del país. Esa era una migración de miles de seres humanos que nadie veía. Yo las recuerdo con claridad porque compraban en el negocio de mi madre y su paso significaba una buena temporada para nosotros. Allí iban desde bebes cargados en las espaldas de sus madres hasta ancianos, quienes cuando bajaban se veían en una condición estable, pero meses más tarde, cuando regresaban y volvían a pasar para comprar sus productos antes de retornar a sus hogares ubicados en las tierras altas, lo hacían en una condición de salud difícil, no sólo iban delgados sino el tono de su piel era amarillento. Esa era una experiencia que se repetía año tras año.

Siendo una adolescente, en el año de 1984, a mí me toco migrar de Quetzaltenango a la capital para ingresar a la universidad, en medio de la agonía del genocidio. Fui una de las tres jóvenes k’iche’ de mi generación que tuvo el privilegio de ingresar a la universidad pública. Esa etapa, en la que para sobrevivir la guerra oculté mi identidad k’iche’ y mi identidad de estudiante, me mostró otros rostros de la migración, uno en el que nosotros teníamos la oportunidad de ejercer el derecho a estudiar, y otro, en donde miles de nuestros hermanos, igual de jóvenes como nosotros, estaban siendo masacrados como parte de la política de tierra arrasada que impulsaba nuestro propio estado.

Inhumación de restos óseos recuperados en la aldea Cambayal, municipio de San Pedro Carchá,  Alta Verapaz Guatemala, febrero de 2012. (Foto cortesía del Centro de Antropología Forense y Ciencias Aplicadas (CAFCA).)

Allí en la universidad y durante mis viajes a mi comunidad, aprendí de la imparable migración de comunidades indígenas que huían como podían, de la represión y de la muerte. Se trataba de esas mismas comunidades que años antes pasaban por el negocio de mi familia para abastecerse de productos, antes de ir a trabajar a las fincas agroexportadoras de la costa sur del país. Entonces, más de un millón y medio de personas dejaron de ir a cortar las cosechas de las fincas y huyeron. Las tierras altas de Guatemala se vaciaban por la persecución y el genocidio estatal que se enfocaba en acabar con las mujeres y los hombres mayas. La capital del país también fue un centro que acogió a miles de personas, aunque de manera hostil. Eran desplazados internos, quienes se refugiaron en espacios no aptos para vivir y donde llegaron a engrosar los cinturones de pobreza y pobreza extrema urbana. Fue allí, donde la mayoría de las mujeres mayas fueron obligadas a dejar sus trajes regionales, su idioma, su cultura, y sus pueblos.

De igual manera, la universidad pública aún vivía el exilio de decanos, profesores, trabajadores y estudiantes. De un día a otro, luego de secuestros, ataques a la sede universitaria, persecución, asesinatos, o torturas, se exiliaban quienes podían y eran considerados enemigos del Estado. La universidad enfrentó una masiva pérdida de generaciones de extraordinarios pensadores y estudiantes. Nos quedamos huérfanos de múltiples debates académicos.

Generalmente, en discusiones sobre migraciones centroamericanas en círculos académicos se aborda la migración de la década de 1980, provocada por la violencia política que acabo de citar. Y se habla de cómo el espacio hostil, violento, de pobreza, y discriminación de los barrios estadounidenses a donde los migrantes fueron a dar, terminó llevándolos a crear pandillas para defenderse. Con el paso de los años, al ser deportados a sus países de origen, dieron vida a algunos de los más violentos grupos criminales del presente, que se han tragado a dos o tres generaciones de jóvenes. Sin embargo, en las discusiones actuales tanto del gobierno de mi país como de los Estados Unidos, ese análisis está ausente y se retrata a los que migran bajo una lupa de estereotipos racistas, como criminales, traficantes, violadores, entre otros epítetos. En general, fuera de la burbuja de la administración de los Estados Unidos, tampoco se habla de las otras razones por las cuales miembros de las comunidades indígenas siguieron migrando en un periodo supuestamente democrático, que inició en 1985. Y aquí cuestiono la tendencia a presentar una imagen de la migración como una categoría homogénea que no ve las complejidades de origen, raza, etnia, historia, genocidio, o despojo, sólo por mencionar algunas.

Y es que a pesar de la esperanza que traían consigo las negociaciones de paz, al inicio de la década de 1990, Guatemala no permitía a los jóvenes espacios para soñar y hacer realidad sus sueños. En otras palabras, no había espacios para dar todo lo que se tenía, por eso, para explorar y explotar su potencial, los jóvenes debían salir del país y dejar atrás la tierra que amaban.

Para entonces, del millón y medio de refugiados que dejó el genocidio de la década de 1980, miles habían huido a los Estados Unidos y ya estaban establecidos. Muchos lograron legalizar su estatus y son esos lazos los que motivaron a quienes se quedaron a reunirse con sus familias e intentar vivir aquí en los Estados Unidos. Fue así como empezó otro éxodo silencioso. En su mayoría — pero no exclusivamente — eran hombres de diferentes edades y lo hicieron, poco a poco, usando sus ahorros, buscando préstamos familiares, vendiendo o empeñando alguna propiedad para pagar a los “coyotes” o “polleros” (hombres y mujeres dedicados a trasladar a personas de las comunidades a diversas ciudades de los Estados Unidos).

De hecho, los “coyotes”, hoy criminalizados en el discurso público e institucional, para la década de 1990 y principios del siglo XXI eran personas apreciadas en las comunidades porque jugaban un rol fundamental, que era trasladar a vecinos, amigos, conocidos, y a toda persona que requiriera sus servicios. Les tenían agradecimiento porque ayudaron a unificar a miles de familias separadas, a miles de hijos e hijas que estaban sin sus padres.

Mujeres en una zona rural de Guatemala hacen fila para recibir alimentos durante la pandemia Covid-19, julio de 2020.  (Foto por S. Billy / © Unión Europea.)

Sin embargo, para los migrantes, el año 2006 fue un parteaguas porque la guerra entre los dos carteles mexicanos más poderosos en ese momento — el Cartel de Sinaloa y Los Zetas — trajo el estallido de la violencia en espacios urbanos y rurales. A partir de entonces, la guerra no ha cesado y aumenta en la medida que los carteles se multiplican, se fortalecen o se debilitan. La violencia del crimen organizado impactó en los miles de migrantes que transitan por México, obligando a los “coyotes” a apostar por rutas peligrosas o pagar a los carteles para continuar el viaje. Este fenómeno dobló el precio para transitar por México y llegar a los Estados Unidos, pero también produjo la desaparición masiva de migrantes, miles de los cuales hoy son buscados en dolorosas caravanas por sus madres, hijos, o familiares.

Pero ni la violencia del crimen organizado ni la desaparición ha detenido a los miles de hermanos guatemaltecos, hondureños, o salvadoreños. Al contrario, el número ha aumentado. En parte porque la corrupción generada desde las oligarquías nacionales permitió el fortalecimiento de redes económicas y políticas licitas e ilícitas. La cooptación de nuestros estados ha sido un proceso histórico enmarañado y eso llevó a que los acuerdos de paz firmados en El Salvador (1992) y Guatemala (1996) terminaron siendo cheques en blanco para que las elites vaciaran las arcas nacionales y que Honduras terminara sumergida en una de sus más sangrientas etapas.

En este marco, las remesas se convirtieron en los salvavidas que han mantenido a flote a estas tres economías, a extremo que hoy las remesas contribuyen entre el 15 al 20 por ciento del Producto Interno Bruto de estos países centroamericanos. Es gracias a las remesas que miles de brazos de mujeres y hombres envían mes a mes que llega el pan, la leche, o la carne a los hogares. Gracias a las remesas miles de familias en estos tres países dejaron de vivir en covachas y accedieron a una casa decente. Gracias a las remesas miles de familias pudieron llevar agua potable, energía eléctrica y otros servicios a sus hogares. Las remesas no sólo son cifras, son el motor que ha permitido que nuestras economías no colapsen. Además, como una ironía, han facilitado que los bancos del sistema se enriquezcan con el diferencial cambiario que le cobran a las familias que las reciben. La migración en la “era democrática” fue en parte fortalecida por la ausencia de institucionalidad estatal en las comunidades lejanas como en las propias capitales, por el racismo estatal y cotidiano que es indiferente y que niega el cumplimiento de los derechos que las poblaciones indígenas y pobres poseen.

En parte, por el caos económico y político en que vive Centroamérica, ejércitos de jóvenes se han integrado a las pandillas y hoy tienen de rodillas a sus propios hermanos. Sin embargo, las pandillas centroamericanas son la cosecha de no haber invertido en la juventud de la posguerra y de haber impulsado políticas que buscaron la despolitización de la juventud que, junto con la población deportada, terminaron creando seres armados hasta los dientes. Así, las pandillas y el crimen organizado, en todas sus vertientes, se repartieron los territorios de la región creando una nueva guerra que no se reconoce, pero que golpea a la población civil desarmada, como ocurrió en la década de 1980.

A raíz de esta cotidiana violencia, a partir del año 2007, empezaron cientos de menores de edad a migrar, solos o acompañados. Nuevamente lo hicieron en silencio, dejando a sus padres, hermanos, y familiares para evitar integrarse a la violencia urbana. Esos niños y adolescentes guatemaltecos dejaron sus escuelas, renunciaron a sus amigos, e iniciaron un largo viaje para salvar sus vidas y con ellos a sus familias. Y nuevamente, esa migración no le importó a nuestros estados, porque las niñas y los niños pobres, que viven en áreas marginales o clase media pobre, en su mayoría, son las nietas y los nietos de las familias indígenas que migraron en la década de 1980 a las ciudades, buscando salvar sus vidas de la represión estatal, y terminaron viviendo en áreas marginales en donde se aprende a vivir con la violencia o se termina siendo parte de ella.

Trabajadores migrantes cosechan maíz en California, 2013. (Foto por Bob Nichols / USDA.)

No fue hasta el año 2014 que el presidente Barak Obama reconoció el éxodo de miles de menores centroamericanos, quienes llegaron a la frontera en búsqueda de que este sistema escuchara sus historias, entendiera las causas que los habían obligado a recorrer miles de kilómetros, atendiera sus urgencias y les proveyera de derechos, exigiéndole a nuestros gobiernos el cumplimiento de leyes y marcos internacionales. En cambio, las niñas y los niños terminaron hacinados en centros de detención, en jaulas o separados de sus padres. Y cuando la comunidad internacional, empezando por la población de los Estados Unidos, aceptó estas violaciones e hizo poco para detenerlas, evidenció que no se buscó atender las causas estructurales de la migración infantil, que sólo reflejan las injusticias y la voracidad de las elites centroamericanas.

Las niñas y los niños son los embajadores que han mostrado a la nación más poderosa del mundo las agudas desigualdades en que las elites los han mantenido. Esa fue una oportunidad para atender y entender lo que los pueblos indígenas y afrolatinos han enfrentado en América Latina. Sin embargo, se perdió la oportunidad, y se permitió que el caldo de injusticias siguiera fermentándose y terminara en las masivas caravanas de 2018, que salían de Honduras y en el camino se nutrían de salvadoreños, guatemaltecos y de algunos mexicanos, quienes terminaron siendo el espejo de la crisis humanitaria en la que seguimos sumidos.

En la última década, de mi país han huido todas y todos los que han podido, incluso quienes se han formado y poseen especializaciones, hacia cualquier parte que sea mejor que la Guatemala violenta. Yo volví a mi país en el 2005 con el profundo deseo de aportar y ha sido difícil. Las pocas mujeres indígenas que salimos al extranjero y hemos regresado somos catalogadas como voces disidentes y terroristas. Nuestra vida ha terminado siendo criminalizada públicamente en nuestra propia tierra. Por eso, cuando me encuentro aquí con hermanos que están destacando en múltiples áreas, con o sin documentos, reconozco que nuevamente las fuerzas del sistema económico y racial han logrado descabezar a nuestras comunidades, forzándonos a integrarnos a una nueva etapa migratoria para poder vivir y seguir luchando.

Conclusión

Aquí he buscado presentar, brevemente, las largas raíces de la migración indígena guatemalteca, que tiene rostros prehispánicos, posteriormente de trabajo esclavo, trabajo forzado, trabajo en fincas, de violencia política y genocidio. Así como de pobreza, producto de estructuras caducas y corruptas. Y ese rostro indígena sigue presente en la actual crisis humanitaria, pero se subsume en la categoría de migrante que reconoce que dejar el hogar es la única solución de sobrevivencia frente a los índices de pobreza que abarcan a más del 60 por ciento del total de la población y a un 80 por ciento de la población indígena de mi país. Con esos índices sumados a la violencia extrema, es imposible no optar por salir, por huir, pero desde el poder se busca ignorar que quienes huyen son en su mayoría indígenas, al igual que en la década de 1980.

Frente a este escenario, las soluciones a esta crisis humanitaria no pueden venir disfrazadas de un nuevo asistencialismo que no apuesta por modificar las estructuras de poder que tienen cooptados a nuestros países. Es decir, la solución a la realidad migratoria, en su mayoría de indígenas y pobres, requiere que los gobiernos nacionales e internacionales descolonicen su pensamiento y su actuar. Por eso, enfocarse únicamente en cerrar y militarizar fronteras sólo acrecentará el problema. Hay que seguir luchando por una migración no penalizada que permita y facilite un estatus legal para los guatemaltecos — la mayoría de ellos indígenas — quienes han migrado por múltiples razones. En otras palabras, los papeles deben de ser para todos sin ningún tipo de discriminación. De hecho, facilitar el estatus migratorio de más de 3 millones de guatemaltecos creará un dinamismo cultural y económico sin precedentes entre Guatemala y EE.UU. porque no obligará a miles de ellos a quedarse sin documentos en un país en donde sólo desean estar temporalmente y además, facilitará que miles apuesten a retornar e invertir en sus diferentes comunidades luego de una vida de trabajo. Fundamentalmente, porque los indígenas, en su mayoría, desean regresar a cerrar el círculo de la vida al lugar en donde dejaron el ombligo y descansar en la tierra de sus ancestros. De igual manera es urgente y necesario facilitar legalmente el reencuentro familiar, dado que las condiciones en que la migración ha ocurrido sólo han destruido a millones de niños y niñas que han crecido sin el apoyo emocional y cultural que es fundamental para formar seres humanos plenos.

La experiencia de vida y la académica me han enseñado que la migración es sobre todo un proceso humano que no debe reducirse solamente a cifras, a caos, o a desastres. La migración tampoco es sólo economía y ganancias que nutren el producto interno bruto de las naciones. Es, sobre todo, pueblos que viajan, que se mueven, mujeres y hombres que se marchan con elementos de sus culturas que les son indispensables para protegerse de un entorno ajeno que los discrimina. Así, la migración para los mundos indígenas ha sido parte de sus vidas, luchas, y escapes. Los pueblos indígenas viajan desde antes de la invasión española y algunos de esos circuitos económicos siguen teniendo vigencia en el presente, aunque con cambios y con nuevas rutas. Por eso, debe demandarse el derecho a migrar de manera segura y no permitir que se les criminalice.

Si bien, la migración es generada por el resquebrajamiento de los estados-nación, también las elites nacionales y trasnacionales son responsables y pocos se atreven a responsabilizarlas. O sea, la migración también está siendo fomentada por el capital trasnacional, que busca que personas, familias y comunidades desalojen territorios ricos en recursos naturales para tomarlos y explotarlos sin presión social.

Además, la migración forzada y criminalizada está desestabilizando el corazón de los pueblos y las comunidades, los está reconfigurando racialmente y esto repercutirá en un futuro en las comunidades indígenas y afrolatinas. Por eso, debe reivindicarse el derecho a una migración segura para los pueblos indígenas, los pueblos pobres, especialmente para los niños, las niñas, y las mujeres. Frente a esto, el migrar no puede convertirse en un derecho sólo de los ricos, de los blancos, o de quienes controlan el capital trasnacional.

Finalmente, nosotros no elegimos el tiempo en el que nacemos, pero podemos, si deseamos, luchar para intentar transformar la época que vivimos. Con estas palabras honro a todos los pueblos migrantes, a todas las mujeres y hombres indígenas y no indígenas que nos enseñan que hoy, el migrar, además de ser un viaje para probarnos, es sobre todo para denunciar y transformar las inequidades que dejamos detrás.

Irma A. Velásquez Nimatuj es antropóloga Maya-K’iche.’ Una versión más extensa de este trabajo fue presentado en la sexta Conferencia sobre Etnicidad, Raza y Pueblos Indígenas en América Latina y el Caribe, ERIP, realizada en Gonzaga University, Spokane, Washington, el 13 de septiembre de 2019. Habló para CLAS el 24 de septiembre de 2020.

Clara Nimatuj Ajqui, la madre de la autora, en su negocio en Quetzaltenango, Guatemala. (Foto cortesía de Irma Alicia Velásquez Nimatuj.)

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